Así como los contagiados, América Latina recibe el impacto de COVID-19 en condiciones preexistentes propias de la región, políticas, económicas y también sanitarias, que la obligan a plantearse un doble esfuerzo para relacionarse con un mundo bruscamente transformado e incierto, con autonomía y más integración. Este es el segundo de dos Informes Especiales dedicados a la actual situación regional.
En el quinto mes de la pandemia, cuando buena parte de Asia y Europa empiezan a dejar atrás lo peor de la crisis, aún sin superarla, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) recomendó a los países de América Latina ser cautelosos a la hora de relajar las medidas nacionales de cuarentena para contener el COVID-19.
“Levantar las restricciones demasiado pronto podría acelerar la propagación de la enfermedad y dar paso a un drástico aumento o la propagación en áreas contiguas”, explicó la organización. Para entonces, mediados de mayo, la región ya acumulaba más de medio millón de contagios y casi 25 mil muertes. Pero también presionaban las demandas de reactivación económica desde todos los sectores y niveles.
El tremendo impacto económico provocado por las restricciones adoptadas para frenar la pandemia -la economía regional caerá al menos 5,3% en 2020 según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de la ONU, el peor retroceso en sus registros- presiona sobre las sociedades y sus gobiernos para comenzar a flexibilizarlas aún a riesgo de nuevos contagios.
La pandemia del COVID-19, expuso la CEPAL, que tiene profundas implicaciones sobre el crecimiento económico y el desarrollo social, llega a América Latina y el Caribe en un contexto de bajo crecimiento y, sobre todo, de alta desigualdad y vulnerabilidad, en el que se observan tendencias crecientes en la pobreza y pobreza extrema, un debilitamiento de la cohesión social y manifestaciones de descontento.
Las medidas de cuarentena y distanciamiento físico, necesarias para frenar la propagación acelerada del coronavirus y salvar vidas, generan pérdidas de empleo (en 2020 habría 11,6 millones de desocupados más que en 2019) y reducen los ingresos laborales de las personas y de los hogares.
En las zonas rurales, puede afectarse la vida de 40 millones de trabajadores informales, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT). El 76,8% de trabajadores rurales, más de 40 millones de personas, tienen empleos informales.
En 2020 la pobreza en América Latina aumentaría al menos 4,4% (28,7 millones de personas adicionales) con respecto al año previo, por lo que alcanzaría a un total de 214,7 millones de personas (el 34,7% de la población de la región). En la pobreza extrema caerían en 2020 unas 15,9 millones de personas, para sumar 83,4 millones.
En línea con el aumento de la pobreza y la pobreza extrema, también aumentará la desigualdad en todos los países de la región. La CEPAL proyecta incrementos del índice de Gini de entre el 0,5% y el 6,0%. Una vez más, los peores resultados se esperan en las economías más grandes de la región.
“Esto representa un retroceso respecto a los esfuerzos de la región en la década de 2000, cuando por primera vez en su historia se cambió la tendencia de la desigualdad y se aprendió que avanzar en la igualdad tenía resultados muy positivos en la lucha contra la pobreza”, sostuvo el organismo.
Eso llevó a la CEPAL a proponer a los gobiernos de la región que instrumenten con urgencia un ingreso básico de emergencia para sus 215 millones de pobres, por el equivalente a USD 143 mensuales, durante seis meses”, camino a la adopción futura de un ingreso básico universal. Costaría 3,4% del PIB de la región, que ya entrega en dinero a los más pobres 0,6% y en la actual crisis sumó otro 0,7%.
El restante 2,1% necesario para financiar el ingreso básico de emergencia podría financiarse con un combate frontal a la evasión fiscal, que en la región se calcula en 6,3% del PIB, con otras medidas fiscales y con incrementos en los presupuestos de salud y educación, dijo la secretaria ejecutiva, Alicia Bárcena.
Enfoques
En el actual contexto recesivo, tanto el enfoque ideológico predominante en los distintos gobiernos como las realidades institucionales, políticas y económicas con las que cada país entró en la pandemia abren un gran abanico de respuestas.
La región ofrece casos muy dispares, desde el empobrecido Haití, donde la OMS teme un brote a gran escala y otra crisis humanitaria sin importar el devenir económico, hasta Brasil, México y Chile, con más capacidad sanitaria pero que, a diferencia de Argentina, dan prioridad a la actividad económica.
A su vez, inciden aspectos netamente políticos, como en el caso de Bolivia, donde la pandemia interrumpió un calendario electoral y todo el proceso de normalización institucional desde la salida de Evo Morales del poder, a finales de 2019. En mayo el gobierno provisional de Jeanine Áñez enfrentaba crecientes protestas por la falta de insumos y alimentos en la región metropolitana de La Paz.
La situación de Venezuela es aún peor, en lo económico después del derrumbe del precio del petróleo que sostiene la frágil y golpeada economía del país caribeño, y en lo político por el bloqueo institucional que mantiene el poder dividido en dos grandes facciones. En mayo, todo se complicó más por la denuncia del gobierno de Nicolás Maduro de un intento de mini invasión y golpe de Estado cuya organización atribuyó a su rival, Juan Guaidó y al auspicio directo de Estados Unidos.
En marzo y abril, el envío de dinero hacia América Latina y el Caribe hechos por residentes desde Estados Unidos y Europa, por ejemplo, se redujo 18%, según el programa de Migración, Remesas y Desarrollo de Diálogo Interamericano.
Más allá de las negras estadísticas de todos los organismos multilaterales, la dimensión histórica de los desafíos que se avecinan para la región, en general, pueden sintetizarse en el pedido que el Banco Central de Chile hizo al Fondo Monetario Internacional (FMI), de un crédito flexible de USD 23.800 millones.
Luego, surgen las diferencias. Argentina, por ejemplo, cuyo anterior gobierno tomó con imprudencia un nivel de deuda que el propio FMI calificó como impagable, soporta grandes restricciones financieras -en medio de una durísima negociación con los acreedores- pero aún así compensa con una masiva asistencia financiera en subsidios y créditos a personas y empresas afectadas por la pandemia.
En palabras del presidente Alberto Fernández, al fundamentar su decisión de darle absoluta prioridad a la situación sanitaria de la población, la apertura económica tampoco ha librado a los países que la eligieron como estrategia, incluso en Europa, de soportar los costos de la parálisis comercial, la recesión y el desempleo globales.
En el caso de México, sin estructuras de asistencia tan consolidadas de asistencia como las de Brasil y Argentina, y con la creciente demanda social planteada por 52 millones de habitantes en la pobreza, la pandemia se superpuso además con una ola de violencia criminal que llevó al presidente Andrés Manuel López Obrador a permitir a las Fuerzas Armadas realizar tareas de seguridad interna.
AMLO, crítico de las recetas neoliberales, respondió con una inyección de 30 mil millones de dólares en créditos y una batería de medidas para proteger al 70% de las familias (25 millones de hogares), mientras redujo salarios de altos cargos públicos y eliminó dependencias públicas. El país no llegó a medir los resultados del nuevo acuerdo de libre comercio con EEUU y Canadá. En mayo, AMLO anunció una “desescalada” de las restricciones, en un intento por normalizar la economía aún en pleno pico de contagios (unos 40 mil, con casi 4 mil muertos).
En Brasil, que terminó 2019 con reformas laborales, previsionales e impositivas diseñadas por su administración económica liberal, el presidente Jair Bolsonaro minimizó desde el principio el impacto de la pandemia y terminó alertando en mayo sobre un colapso del sistema productivo brasileño a corto plazo si los gobernadores que impusieron mayores restricciones insistían en mantenerlas.
Con negras estadísticas sanitarias de fondo, Bolsonaro se sirvió de la aguda crisis económica para reivindicar la continuidad de todo tipo de actividad económica y, a la vez, reclamar a los sindicatos que aceptaran congelar salarios durante dos años. En abril, el gobierno federal distribuyó ayudas a 50 millones de personas, por USD 19 mil millones. En mayo, las muertes llegaban a casi mil por día.
En ese marco, hasta el Mercosur fue motivo de tensiones entre sus cuatro socios fundadores (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay) sobre las estrategias del bloque en tiempos de pandemia y recesión global. El gobierno argentino planteó sus dudas sobre la aceleración de negociaciones de algunos acuerdos con países extra bloque (Canadá, Corea del Sur, Singapur, Israel y el Líbano) y todos acordaron, finalmente, proceder con cautela en estos tiempos de crisis inédita.
Argentina reivindicó al Mercosur como una política de Estado para el país, pero invitó a sus socios a evitar una apresurada negociación de acuerdos comerciales que acentúen la primarización de las economías del bloque. En cambio, sostuvo el canciller Felipe Solá, “si el Mercosur recuperase las cifras de comercio entre los socios que alguna vez tuvo, hoy todos estaríamos más fuertes. Esa solidez sería la base para ganar competitividad, proyección y capacidad negociadora”.