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LA INESTABILIDAD EN EL SAHEL

Espacio de transición entre el Magreb y el África Subsahariana, la franja ecológica del Sahel recorre de más de una decena de países. Su complejo panorama de seguridad regional, las rutas migratorias que lo atraviesan, el impacto del cambio climático y sus recursos naturales lo convierten en una región estratégica para la estabilidad internacional.


El Sahel (del árabe, “costa”) es la franja inferior del Sáhara, el desierto (no polar) más grande del planeta. Este espacio de tres millones de kilómetros cuadrados (más grande que toda Argentina) fue durante siglos zona de paso obligatoria para extensas rutas comerciales entre Europa, África y Asia.


En sus estepas cálidas prosperaron importantes centros políticos durante la época precolonial, desde los imperios de Ghana y Mali hasta los reinos de Kanem y Shilluk. Durante los siglos XIX y XX, la región estuvo sometida al imperialismo francés -al Oeste y centro- y británico -al Este-.


Hoy, a 60 años de su descolonización, el Sahel atraviesa una situación crítica en términos políticos, económicos, sociales y ambientales. Según Xavier Creach, coordinador del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) para la región, el Sahel es una zona deliberadamente desatendida por la comunidad internacional pues no afecta decisivamente a “los centros económicos y de producción que tienen un impacto global”.


La crisis humanitaria generalizada ya provocó más de tres millones de desplazados y refugiados. En los últimos meses, la emergencia económica y los problemas de movilidad aumentaron sensiblemente producto de la pandemia del COVID-19.

Fuente: BBC.

LA CRISIS DE SEGURIDAD


La desestabilización de la región tuvo un pico en la última década. Los primeros episodios llegaron como reverberación de los episodios de la Primavera Árabe en Libia y Argelia: las tensiones potenciaron la proliferación de grupos armados que también empezaron a actuar en el Sahel por las porosas fronteras del desierto.


Posteriormente, la región se convulsionó con otros grupos yihadistas y/o secesionistas: Al Qaeda para el Magreb Islámico (AQMI) y el Movimiento Árabe de Azawad (MAA) en el norte de Malí en 2012 y Boko Haram al noreste de Nigeria desde 2010. Las consecuencias de estos problemas internos se extendieron rápidamente por todo el Sahel Central.


Desde 2014, en Camerún, Níger y Burkina Faso se han producido cientos de ataques de grupos yihadistas y otras fuerzas armadas contra instalaciones gubernamentales, polos productivos y comunidades aldeanas. Con los años, la violencia se ha intensificado en medio de una crisis de gobernanza en las zonas rurales.


Las respuestas principalmente militares de los gobiernos, que incluye el uso de milicias de autodefensa sobre los que ejercen un control limitado, ha dado lugar con frecuencia a abusos que empujan a las víctimas civiles a los brazos de los yihadistas. Ciertos factores, como la crisis climática y las corrientes migratorias que van desde el sur hacia el Mediterráneo, han intensificado muchos conflictos distributivos en la región: en 2019, Burkina Faso sufrió más ataques yihadistas que cualquier otro país saheliano.


En cada país del Sahel, las autoridades echaron culpas a la negligencia de los gobernantes de turno anteriores y en la mayoría de los casos siguen sin acusar recibo de la naturaleza endógena y gravedad de la situación (salvo Burkina Faso, que creó en 2017 el Plan de Emergencia del Sahel (PUS), hasta ahora infructuoso). Así, han recurrido en gran medida a la fuerza militar, con un apoyo de las tropas europeas, eminentemente Francia.


Hasta el momento, el institucionalismo regional se ha mostrado impotente frente a la crisis de seguridad. Por ejemplo, la creación de la Fuerza Conjunta del G5 para el Sahel (Burkina Faso, Malí, Mauritania, Níger y Chad) en 2014 falló en sus diagnósticos: confió en que el yihadismo se propagaría horizontalmente, cruzando el Sahel de este a oeste. En cambio, ocurrió una expansión vertical que trasladó la amenaza de la sabana sudanesa a los países costeros de África Occidental (como Costa de Marfil, Ghana, Togo y Benín).


Recientemente, la amenaza de inestabilidad sobre el Golfo de Guinea (y, por lo tanto, sobre los pozos petroleros marítimos) animó una respuesta más firme por parte de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO, más conocida por sus siglas en inglés, ECOWAS). Del mismo modo, los aliados europeos franceses y alemanes lanzaron en agosto de 2019 la Asociación para la Seguridad y la Estabilidad del Sahel, o P3S.



ENTRE LA FIEBRE DEL ORO Y EL CAMBIO CLIMÁTICO


En paralelo a los conflictos armados, en el Sahel central (Malí, Burkina Faso y Níger) la extracción de oro se ha intensificado desde 2012 debido al descubrimiento de una veta particularmente rica que atraviesa el desierto de este a oeste.


En los últimos cinco años las explotaciones auríferas en zonas donde el Estado es débil o prácticamente inexistente cayeron en manos de los grupos insurgentes. La minería, de carácter artesanal, constituye una nueva fuente de financiación y una herramienta para intensificar el reclutamiento.


Las redes de economía informal y el crimen transnacional organizado de la región están cada vez más involucrados en el contrabando del metal precioso. Así pues, la nueva economía de enclave alimenta la violencia y refuerza la delincuencia. Los Estados del Sahel han intentado con parcial éxito reducir la depredación extractivista ilegal, que todavía persiste debido a la falta de control en el comercio global del oro en la práctica.


Estados del Sahel Central - Fuente: UNICEF.


En su esfuerzo por controlar los yacimientos, muchos gobiernos han delegado en milicias paraestatales el patrullaje de estas zonas. Los Estados del Sahel Central oscilan entre el estímulo y la desconfianza a grupos armados que, una vez empoderados, potencialmente pueden tornarse en su contra en cualquier momento.


Además de las luchas por el control de nuevos valiosos recursos, los conflictos entre agricultores y pastores por las escasas tierras fértiles en el Sahel también explican la inestabilidad, intensificada por el cambio climático. Ante la emergencia humanitaria, Naciones Unidas estima que la región cuenta sólo con la cuarta parte de los recursos necesarios para paliarla.


Las sequías en el Sahel no son novedad: desde hace 50 años en la década de 1970 la sequía añadió mayor estrés económico a cientos de localidades que viven bajo el umbral de la pobreza extrema. Desde que las sequías que comenzaron, los países del Sahel se saben ecológicamente frágiles y empobrecidos.


La competencia mal administrada por el acceso a recursos cada vez más codiciados, en particular la tierra, está detrás de luchas entre comunidades otrora pacíficas. La alternancia entre períodos de fuerte aridez e inundaciones trastornan los ciclos de producción agrícola y alimentan la violencia interétnica. A su turno, los grupos insurgentes se favorecen con esas tensiones al ofrecerse como garantes de protección y alimentos.


A comienzos de 2019, la alarmante gravedad de la situación humanitaria llevó a 17 países del Sahel y África Occidental a reunirse en Niamey, capital de Níger, para adoptar un plan de inversión de 400 mil millones de dólares hasta 2030 para combatir los efectos del cambio climático.


En esa reunión, los participantes explicitaron los efectos del calentamiento de la Tierra en la reducción de la superficie de tierras cultivables, lo que llevó al agotamiento de los recursos y el aumento de la inseguridad. Los africanos subrayaron la necesidad de que los países industrializados, principales responsables del calentamiento global, apoyen financieramente al Sahel, primeras víctimas.

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