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"La financiación del bien común", por Mariana Mazzucato

Se han celebrado hace poco las reuniones anuales de primavera del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial; y según los organizadores, salió de ellas un «fuerte mensaje de confianza y voluntad de cooperar». Pero la retórica elevada y las buenas intenciones no bastan para crear una economía realmente inclusiva y sostenible que sea adecuada para el siglo XXI. Para eso, se necesitan profundos cambios estructurales.



Ya hay quienes los están pidiendo. Mia Mottley, primera ministra de Barbados, promueve la creación de un «nuevo consenso» entre los países más ricos y los no tan ricos. Por su parte, el secretario general de las Naciones Unidas António Guterres pidió una «agenda común»: un plan de cooperación intergubernamental mundial para pasar «de las ideas a la acción».


Reformar la cooperación y las finanzas internacionales implica cambios fundamentales al modelo de capitalismo actual. Para poder cumplir la agenda compartida tenemos que complementarla con una nueva economía del bien común.


El sistema monetario internacional surgido después de la Segunda Guerra Mundial fue sin duda una innovación importante. Pero su estructura ya no está a la altura de los tiempos. Los desafíos que enfrentamos hoy (del cambio climático a las crisis sanitarias) son complejos, interrelacionados y globales, y las instituciones financieras deben reflejar esa realidad.


Puesto que el sistema financiero repite la lógica del sistema económico en su totalidad, se necesita un cambio más fundamental: tenemos que ampliar el pensamiento económico en el que se han basado los mandatos institucionales. Para dar forma a los mercados del futuro y maximizar el valor público al hacerlo, tenemos que adoptar una ciencia económica totalmente nueva.


En general, el pensamiento económico actual asigna al Estado y a los actores multilaterales la responsabilidad de eliminar barreras a la actividad económica, reducir riesgos en el comercio internacional y las finanzas y emparejar el campo de juego para las empresas. Es así que gobiernos y organismos de financiación internacionales se limitan a hacer retoques en los bordes del mercado, en vez de lo que realmente se necesita: configurar en forma deliberada el sistema económico y financiero en pos del bien común.


Esto ayuda a explicar por qué el mundo está haciendo tan pocos avances en dirección a los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que supuestamente deberían alcanzarse en 2030, y por qué, conforme se demoran las acciones, aumentan los costos de cumplir las metas relacionadas. Como muestra de la incapacidad del sistema actual para dar una respuesta oportuna a las crisis (por no hablar de prevenirlas), el faltante de financiación para los ODS aumentó de 2,5 billones de dólares al año antes de la pandemia de COVID‑19 a entre 3,9 y 7 billones hoy. Compensar a los países las pérdidas y daños que sufren como resultado del cambio climático y otras crisis es esencial, pero para crear las economías sostenibles, inclusivas y resilientes previstas por la agenda de los ODS se necesita un enfoque proactivo.


En tanto, muchas economías en desarrollo están agobiadas por grandes deudas, con el agravante de un sistema comercial y monetario internacional que favorece a los países ricos. Para poder mitigar las crisis, prepararse para ellas y prevenirlas, las economías en desarrollo necesitan financiación paciente y a largo plazo. La pregunta es cómo movilizarla y orientarla.

La respuesta debe reflejar el principio del bien común. Ya es bien sabido que los gobiernos, las instituciones financieras internacionales (IFI) y los bancos multilaterales de desarrollo (BMD) deben atender al bien público. Por ejemplo, hay amplio consenso respecto de que se necesita gobernanza para gestionar el proceso de digitalización, guiar la transición energética y proteger la salud pública. Pero este consenso sigue atado a una mentalidad reactiva, en la que el Estado sólo interviene para corregir fallas del mercado. En vez de eso, es necesaria una acción deliberada de los actores estatales para formar o ayudar a crear mercados cuyo objetivo principal sea el bien común.


Actuar por adelantado


Un sistema de esa naturaleza demanda: orientación a resultados; colaboración y uso compartido del conocimiento; equidad, accesibilidad y sostenibilidad; transparencia y rendición de cuentas. En cada una de estas áreas, el «cómo» es tan importante como el «qué».


El primer paso hacia la creación de un sistema financiero al servicio del bien común es definir una misión clara. Los diecisiete ODS (con sus 169 metas derivadas) ofrecen un marco ideal. Pero los gobiernos, las IFI y los BMD deben articular sus objetivos y comprometerse a diseñar las herramientas, las instituciones y los instrumentos financieros que se necesitan para alcanzarlos.


Esto demanda una reconsideración fundamental del «contrato social» entre el Estado y el sector privado, de modo tal que los gobiernos (junto con las IFI y los BMD) utilicen innovaciones en el área de los incentivos, las alianzas y las condicionalidades, para alinear la financiación privada con la misión pública. Un ejemplo lo ofrece el banco estatal alemán Kreditanstalt für Wiederaufbau (KfW), que como modo de promover la transición verde, ha otorgado préstamos al sector acerero supeditados a que las empresas reduzcan el uso de recursos y las emisiones de gases de efecto invernadero. Intervenciones como estas no buscan emparejar el campo de juego sino inclinarlo hacia los resultados deseados.


Bien usadas, las misiones pueden trasladar el acento de la financiación de sectores o tipos de empresas particulares a la promoción de objetivos ambiciosos que demandan cooperación entre muchos sectores y tipos de empresas. Se trata de un Estado que en vez de elegir ganadores coordine respuestas intersectoriales con la participación de diversos actores de buena voluntad.


En segundo lugar, la pandemia de COVID‑19 puso de manifiesto de qué manera la respuesta a los desafíos globales demanda cooperación a gran escala en el nivel nacional e internacional. Y sin embargo, los países ricos, ayudados por un sistema de derechos de propiedad intelectual defectuoso, acapararon las primeras dosis de vacunas disponibles; y los intentos posteriores de facilitar una redistribución efectiva fueron muy inadecuados. Este «apartheid vacunatorio» se hubiera podido evitar poniendo como objetivo explícito la accesibilidad y la equidad, y así se hubieran podido salvar más de un millón de vidas.


Por desgracia, parece que el mundo está alejándose de la cooperación. Las tensiones entre Estados Unidos y China aumentan el riesgo de fragmentación financiera, y la divergencia de estrategias de inversión entre los BMD regionales no colabora. Pero los BMD (que en conjunto poseen 509 000 millones de dólares en activos y préstamos) deben tener un papel central en la promoción de políticas orientadas a misiones, porque por lo general ofrecen a los países en desarrollo financiación en condiciones favorables. Según el plan de estímulo para los ODS de la ONU, los BMD podrían aumentar en 487 000 millones de dólares sus préstamos (y casi 1,9 billones si los gobiernos aportaran más capital). Para que esos préstamos estén al servicio del bien común, hay que incorporar la búsqueda de los objetivos compartidos a los mandatos de los BMD.


En un nivel más general, un enfoque orientado al bien común demanda un marco integral para la colaboración, la coordinación y el uso compartido de conocimiento en el nivel global. Hay que definir con claridad qué se entiende por inteligencia colectiva, y hay que reformar aquellas estructuras que impiden su formación (por ejemplo, los regímenes de propiedad intelectual). Del mismo modo, para poder invertir en la respuesta a los desafíos compartidos, los países necesitan un sistema financiero mundial más equitativo. En concreto, necesitan capacidad administrativa suficiente para absorber la financiación internacional, diseñar contratos con las empresas que maximicen el valor público y asegurar que el dinero se gaste en modos que favorezcan el bien común (la externalización de capacidades a intermediarios no es una solución).


En tercer lugar, para que contratos e instrumentos financieros tengan la equidad, la accesibilidad y la sostenibilidad como elementos centrales, es crucial el uso de condicionalidades. La vacuna contra la COVID‑19 de Oxford y AstraZeneca fue relativamente barata y fácil de transportar y distribuir en todo el mundo porque estuvo sujeta a la condición de que se la pudiera almacenar en un refrigerador normal. En cambio, la primera vacuna autorizada de Pfizer‑BioNTech demandaba costosos medios de almacenamiento y transporte ultrarrefrigerados.


Estos ejemplos demuestran por qué la condicionalidad debe ser un componente básico de iniciativas como el Fondo de Intermediarios Financieros del Banco Mundial, que moviliza recursos públicos y privados para fortalecer las capacidades de prevención, preparación y respuesta frente a pandemias en los niveles nacional, regional y mundial. Para que el FIF haga realidad su potencial, tiene que comprometerse a incorporar en sus contratos condiciones referidas al «bien común» (por ejemplo, normas de propiedad intelectual y fijación de precios), con el objetivo de garantizar gobernanza inclusiva y acceso universal.


Por último, un enfoque basado en el bien común y orientado a objetivos es imposible sin un sistema financiero equitativo, creíble y sujeto a rendición de cuentas. El sistema actual está diseñado en forma reactiva, de modo que promueve el cortoplacismo y perpetúa la desigualdad entre el norte y el sur global. Para cambiarlo será necesario en primer lugar reformar la gobernanza del FMI y del Banco Mundial, de modo que las economías en desarrollo tengan más voz en sus decisiones.


Además, fortalecer mecanismos de rendición de cuentas y transparencia puede ayudar a prevenir la malversación de fondos, la evasión fiscal y el fraude. En esto el FIF puede ayudar mediante la incorporación de condiciones de transparencia en todos sus acuerdos con BMD que impliquen inversión en proyectos del sector privado.


El nuevo informe del secretario general de la ONU publicado esta semana señala que «el principio que define la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible es una promesa compartida por todos los países de trabajar juntos en pos de los derechos y el bienestar de todas las personas en un planeta próspero y saludable. Pero a mitad de camino en dirección a 2030, esa promesa está en peligro». Para cumplirla se necesita un sistema financiero internacional adecuado, algo que sólo será posible si reemplazamos el paradigma según el cual el Estado debe limitarse a corregir fallas en los mercados con otro centrado en el bien común y basado en la idea del Estado como formador de mercados.


Publicado el 08/05/2023 por Mariana Mazzucato en Project Syndicate

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