El mundo atraviesa un acelerado proceso de transformación: el poder económico se desplaza al Sur, el poder político al Este. En este marco, Argentina debe desplegar una política exterior que supere metáforas geométricas, como la “equidistancia” entre China y EE.UU., para defender su autonomía teniendo en cuenta los procesos reales de cambio.
¿Cuál será la forma del mundo por venir? ¿Qué lugar ocupa –y busca ocupar– nuestro país en este (des)orden mundial? Podemos distinguir tres niveles para clarificar el análisis y orientar la acción internacional.
Primer nivel
El primer nivel son los cinco cambios que atraviesa la globalización. Aquí se observan cinco transiciones que están teniendo lugar simultáneamente.
La primera es la económica: la distribución de la riqueza global desde los países avanzados o desarrollados a los emergentes o en vías de desarrollo.
Tradicionalmente, los primeros concentraron la prosperidad económica, la superioridad militar, el poder político y la hegemonía cultural o intelectual. Esto ya no es así. En conjunto, las economías emergentes y en desarrollo representaron en 2020 el 58% del PIB mundial. También son los países que crecen a tasas más rápidas. De hecho, contribuyeron con más del 80% del crecimiento mundial desde la crisis financiera de 2008.
La segunda transición refiere al cambio del centro de gravedad político de los asuntos mundiales: de Norte a Sur. Con más “oro”, estos países buscan el “bronce”: convertir la importancia económica en influencia política. Ello se ve en diplomacias más asertivas, en los procesos de reforma al interior de las instituciones internacionales (cuotas y votos en el Fondo Monetario Internacional –FMI– y en el Banco Mundial, asiento permanente en el Consejode Seguridad de las Naciones Unidas). También se ve en la creación de mecanismos propios de gobernanza política y económica, como la CELAC en América Latina y la Iniciativa de la Franja y la Ruta y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura en Asia.
La tercera transición es geopolítica: del Atlántico al (Indo) Pacífico. En el siglo XXI, las relaciones internacionales estarán crecientemente definidas por lo que ocurra en un arco que conecta Nueva Delhi, Pekín y Tokio. Desde China a Singapur, el corredor sigue a los puertos de Kyaukpyu en Myanmar, Chittagong en Bangladesh, Hambantota y Colombo en Sri Lanka hasta llegar a la Bahía de Bengala. La línea se extiende por los puertos paquistaníes de Gwadar y Karachi en el Mar Arábigo y cerca los estrechos de Hormuz y Bab Al Mandeb. Remontando el Mar Rojo por Green Harbour en Sudán, la línea atraviesa el Canal de Suez hasta el puerto del Pireo en el Mediterráneo (administrado por China), desde donde conecta con las rutas del norte de Europa o América del Norte. Los canales de Panamá y el eventual de Nicaragua permiten dar a este sistema la vuelta al mundo completa.
Esto pone a América Latina frente a un interrogante estratégico. El control de las rutas marítimas y los puntos estratégicos para el comercio mundial adquirirá especial protagonismo en el Pacífico. Pero, ¿Asia-Pacífico? ¿Indo-Pacífico? La puja por los vínculos comerciales, los alineamientos políticos, los flujos migratorios, las alianzas militares, las estructuras institucionales, las infraestructuras físicas y la conectividad digital están definiendo una nueva geoeconomía y geopolítica regional con impacto y alcance global. Por el Estrecho de Malacca pasa más del 45% del comercio mundial marítimo (y 15 millones de barriles de petróleo por día). Del Océano Índico se extrae el 40% del petróleo offshore global. China ha expandido sus intereses en las principales rutas comerciales mundiales. Los dos puntos que con mayor facilidad podrían desatar una Guerra Mundial están en esta zona del mundo: Corea del Norte y Taiwán. Finalmente, están las disputas marítimas: Japón y China están enfrentados por las ocho islas pequeñas, rocosas y deshabitadas de Senkaku/Diaoyu. Corea del Sur y Japón arrastran un histórico enfrentamiento por las islas de Dokdo/Takeshima. Cuatro islas –las Kuriles del Sur o los Territorios del Norte– son causa de un conflicto de más de 60 años entre Rusia y Japón. Moscú despliega una política más firme en el Ártico, toda vez que el cambio climático hace retroceder la extensión de superficie abriendo este espacio como ruta comercial, para la explotación de los recursos del fondo marino y como vector de seguridad. China, Vietnam y Filipinas reclaman –en todo o en parte– las Islas de Paracelso, en un área que se estima podría contener reservas de gas natural equivalentes a las de Qatar.
La cuarta transición es la tecnológica. Cada vez es más claro que lo real está dando paso a lo digital como nueva realidad global. La revolución digital implantó una profunda transformación: las computadoras constituyen la manera de percibir la realidad. A través de algoritmos informáticos interpretamos los datos sobre el mundo, desde el GPS hasta el tránsito y el clima. La tecnología ha creado nuevas formas y canales de información, comunicación y activismo político, redefiniendo la relación entre Estados y ciudadanos. La tecnología puede ser utilizada para profundizar la libertad y la democracia, con gobiernos más responsables, transparentes y atentos a las necesidades de sus gobernados. Pero también para distorsionar la información, controlar su circulación y limitar la libertad de expresión. Los confinamientos por la pandemia profundizaron la digitalización, a través del aumento exponencial del comercio electrónico, el entretenimiento, la educación digital y las reuniones virtuales. El acceso a Internet no es un lujo conveniente sino una necesidad. Actores estatales y no estatales están aprovechando las oportunidades creadas por la pandemia para dar forma a las narrativas en línea, censurar el discurso crítico y construir nuevos sistemas tecnológicos de vigilancia y control social. Gobiernos y corporaciones aumentan el uso de inteligencia artificial, vigilancia biométrica y herramientas de big data para tomar decisiones que afectan los derechos individuales. La consolidación de este mundo interconectado tendrá consecuencias duraderas para el orden mundial. La naturaleza de la guerra ya es robótica.
Finalmente, la quinta tendencia: ¿se encuentra la globalización en una transición cultural de Occidente a Oriente? Geert Hofstede sostiene que Occidente y Oriente divergen profundamente sobre los parámetros con que se establece el balance entre público y privado, Estado y mercado, autoridad y responsabilidad, derechos y obligaciones, obediencia y poder. Por ejemplo, las sociedades orientales tienden a aceptar niveles más altos de jerarquía en la organización sociopolítica que las occidentales. La expectativa de sociedades igualitarias o de individuos con derechos propios que pueden reclamarlos no se sostienen, en Oriente, como “verdades evidentes”. En Oriente, la concepción del individuo se da siempre dentro de una red de relaciones concéntricas, que van desde la familia hasta el Estado-nación. La deferencia y la armonía social son más valoradas que la innovación y la ganancia individual.
Más allá de las generalizaciones y las diferencias al interior de estas categorizaciones de nivel civilizacional, hay aspectos que crecientemente entran en colisión en las relaciones internacionales. Los modelos mentales en esta transición de poder son diferentes. La última transición de esta envergadura de la que tenemos registro es la que ocurrió entre Gran Bretaña y Estados Unidos. Pero no tuvo una dimensión cultural: eran ambas sociedades anglo-protestantes, con marcada preferencia por los gobiernos limitados y los mercados libres. Una transición entre el Occidente europeo y el Occidente americano, pero dentro de Occidente al fin. Fue uno de los sólo cuatro casos en quinientos años en que este tipo de cambios globales no se resolvió con una guerra.
Segundo nivel
En un segundo nivel, el dato estructurante de la realidad global es el aumento de la rivalidad geopolítica entre Washington y Pekín. Las dos grandes potencias de nuestro tiempo atraviesan patrones de cooperación, competencia, conflicto y –cada vez más– confrontación. Considerando estos cuatro grados simultáneos de la relación, reducir el vínculo Washington-Pekín a simplificaciones como “nueva Guerra Fría” resulta una pobre guía de acción externa. Olvida las múltiples dimensiones del vínculo, la importancia de otros actores gravitantes (Rusia, Japón e India), el rol de las organizaciones regionales (desde la Iniciativa de la Franja y la Ruta hasta la Asociación Económica Integral Regional entre China y las principales economías de Asia) o la multiplicidad de empresas transnacionales que configuran cadenas globales de valor, redes de conocimiento y capital. El entrecruzamiento de ideas, intereses e instituciones aumenta en una globalización en transición pero cada vez más densa, interdependiente y compleja.
Tercer nivel
El tercer nivel de la transformación es interno. Parafraseando al internacionalista brasileño Helio Jaguaribe, los “grados de permisibilidad” global definirán las posibilidades de posicionamiento externo. No obstante, proteger y hacer avanzar el interés nacional argentino seguirá – deliberadamente o no– una combinatoria de opciones estratégicas y recursos: regional y global; poder duro y poder blando; alineamiento, neutralidad y enfrentamiento; Estado y mercado. La combinación se desprenderá de las condiciones de viabilidad nacional: la economía política interna argentina definirá la posibilidad de adaptarse con flexibilidad al entorno internacional. Hoy el perfil productivo de Argentina y su patrón de desarrollo e inserción internacional constituyen un imperativo estratégico. En un mundo complejo, volátil, incierto y turbulento, la prosperidad está cada vez más condicionada por la seguridad. Los sectores público y privado pueden definir estrategias conjuntas para aumentar la coordinación y la cooperación, morigerar la competencia, contener el conflicto y evitar la confrontación. El verdadero valor político y moral de la autonomía está en preservar la capacidad de decisión propia, haciendo el mejor uso del poder de que se dispone.
La política exterior argentina actual está guiada por la diplomacia de equidistancia. Esta proyección de voluntarismo intelectual, más que cálculo agudo de las condiciones globales, adolece de al menos dos fallas. La primera es que no parte de un análisis de economía política internacional. De acuerdo con datos del INDEC, las manufacturas de origen agropecuario constituyen el 43% de las exportaciones argentinas. Y no van al Norte sino al Este. El nivel de complementariedad económica de Argentina con la República Popular China no es equivalente al que tiene con Estados Unidos, razón por la cual la equidistancia no aplica. De hecho, Estados Unidos es uno de los mayores exportadores de soja, mientras que China es el principal importador mundial. Los datos del INDEC muestran que el comercio con Brasil está dominado por la industria automotriz, el comercio con China por el complejo sojero y el comercio con Estados Unidos por el minero y el petroquímico-petrolero. Plantear la equidistancia implica un desconocimiento absoluto de las coaliciones de ganadores y perdedores que estructuran las relaciones comerciales y financieras con cada uno de los lados.
Aún en cuestiones de política pura, la equidistancia ha arrojado malos resultados. Argentina se retiró del Grupo de Lima en momentos en que se precisaba el apoyo del gobierno de Joseph Biden para negociar la deuda externa en el FMI. Lo mismo ocurrió con los posicionamientos en materia de derechos humanos en los casos de Israel y Nicaragua. Y se observó también con las vacunas. En pos de una supuesta equidistancia, se acabó por reducir la oferta disponible, en una primera etapa, a las vacunas rusas o chinas. Pragmatismo era el de Winston Churchill, que a pesar de su conservadurismo no dudó en alinearse tanto con la Unión Soviética de Stalin como con los Estados Unidos de Roosevelt.
Por otro lado, el autoproclamado objetivo de rechazar la lógica binaria no cancela la realidad del creciente endurecimiento bipolar que atraviesa el mundo. La equidistancia –aunque sus defensores no lo acepten– es una respuesta geométrica a una problemática geopolítica. Y esto se verifica en el simple hecho de subestimar el rol de los puntos sobre los que se piensa equidistante. Argentina se encuentra en lo que Washington denomina “Hemisferio Occidental”, su área inmediata de influencia geopolítica y el primer círculo en la construcción de su seguridad internacional. Con esto no proponemos un alineamiento acrítico y sumiso, sino advertiremos acerca de los costos que conlleva una sobresimplificación.
En su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides nos narra cómo la delegación del mayor imperio marítimo de la época, el imperio ateniense, irrumpe en la isla de Melos y conmina a sus gobernantes a “deliberar acerca de la salvación de vuestra ciudad”. Lo hace en términos tajantes y tono perentorio: los melios tienen que decidir, aquí y ahora, qué futuro quieren. Atenas les “concede” la posibilidad de elegir si desean formar parte del imperio ateniense; si desean otra cosa, pueden atenerse a su destrucción. Los melios se saben un pueblo libre y su objetivo es mantenerse como tal. Por eso proponen una suerte de equidistancia. Pero enfrentaban a un pueblo poderoso. Y Tucídides recuerda cómo terminan esos encuentros: “Los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan”.
*Doctor en Relaciones Internacionales. Autor de Cómo los superhéroes explican el mundo, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2020. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Publicado el 13/07/2021